Alberto Yarini: historia y mito acerca de la prostitución en Cuba
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Alberto Yarini: historia y mito acerca de la prostitución en Cuba



El más famoso proxeneta cubano
Alberto Yarini

Con la extinción temprana de la población indígena y la creciente demanda de trabajadores para las plantaciones de azúcar y café, Cuba comenzó a importar esclavos africanos en grandes cantidades. Este flujo masivo de esclavos no solo cambió la demografía de la isla sino que también trajo consigo prácticas y dinámicas sociales de África, que se mezclaron con las ya existentes en la colonia.

La abolición de la esclavitud en 1886 marcó un cambio significativo en la sociedad cubana, incluyendo la industria del sexo. La falta de oferta de esclavas sexuales llevó a la importación de prostitutas de otras regiones.

 


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Alberto Yarini y Ponce de León (5 de febrero de 1882 - 21 de noviembre de 1910) fue un conocido proxeneta cubano. Nacido en una familia de élite de La Habana, Yarini fue educado en los Estados Unidos, hablaba inglés y español con fluidez. Se hizo famoso por importar prostitutas de Francia y operar en San Isidro, un barrio y distrito rojo en la Vieja Habana.

                     


Eusebio Leal, en su prólogo para el libro Flores para una leyenda, Yarini, el Rey de San Isidro, ofrece una reflexión sobre la complejidad de la historia y la memoria. Destaca que la historia novelada es un arte difícil de dominar y reconoce la habilidad de Miguel Sabater Reyes en este campo. Leal describe cómo Sabater Reyes trae a la vida a personajes históricos en el contexto del barrio de San Isidro en La Habana, y cómo la figura de Alberto Yarini, con su dualidad de vidas, se convierte en el centro de la narrativa.

Leal también menciona la figura del gallo como un símbolo poderoso en la cultura cubana, representando valentía y lucha, y cómo este símbolo se entrelaza con la política y la identidad nacional. El prólogo de Leal sugiere que la novela de Sabater Reyes no solo recrea la historia sino que también invita a la reflexión sobre la identidad cultural y la naturaleza de la memoria histórica.

 


con su ayudante y gran amigo
Alberto Yarini

San Isidro era un barrio de tolerancia. Tolerancia quiere decir, Manuel, que se permitía la prostitución. En todas sus calles había accesorias donde vivían putas. Las había de todo tipo y precio.

Las putas debían estar registradas en la oficina de sanidad. Se les daba una cartilla, que era un librito donde se asentaban sus datos personales y el control de sus chequeos médicos. Estaban obligadas a chequearse dos veces por semana en el hospital de la calle Paula. Si se enfermaban las ingresaban y no volvían a ejercer la prostitución hasta que se curaran. Para controlarlas había una policía de sanidad. Pero la mayoría de las putas no se registraban porque tenían que someterse con frecuencia a los chequeos, y se veían obligadas a pagarle al estado. Por eso había más putas clandestinas que legales. En ese negocio había de todo. Las clandestinas le pagaban al inspector para que no las delatara, y al chulo para quien ellas trabajaban. El chulo les buscaba clientes. No me gustaba mucho la idea de acostarme con putas; pero uno era joven, y en aquel tiempo la vida no se parecía a la de ahora, que las mujeres se acuestan con el tipo que les gusta y no pasa nada. Así que cuando empezaba a sentir que me latían los cojones, me iba al infierno de San Isidro. Iba por una mulatica de 18 años que se llamaba Marisela que tenía una escuela del carajo; si ella estaba muy ocupada lo hacía con una francesa que me llevaba unos años.

Uno gozaba con las putas; pero no te daban amor. Y yo era un comemierda, Manuel, porque llegué a enamorarme de Marisela. Empecé a hablarle de ella a Alberto cada vez que lo veía, hasta que él me dijo un día:


—Oye, Luis, yo creo que hay algo que no tienes claro. La puta es como la cerveza, que uno se la bebe bien cuando tiene mucho calor y pal’ carajo.

Las viviendas de San Isidro eran cuartos casi todos oscuros, casi sin muebles, y con una cantidad de altares y santos, vasos con agua y brujerías del carajo. A veces sentía miedo de ir a San Isidro a pisarme una puta, porque en cualquier lugar se formaba una reyerta a tiros o puñaladas, o discutían dos mujeres borrachas. Lo que comenzaba siendo un problema chiquito terminaba con heridos y muertos.


Las casas de prostitución se pintaban por fuera con colores atrayentes. Las mujeres esperaban a sus clientes en la ventana, o salían a la calle vestidas provocadoramente. La ley llegó a prohibir que se pintaran las casas de lenocinio y que la prostitución fuera ejercida por el día.


La vida del chulo consistía en acostarse tarde y dormir casi toda la mañana. Se vestían con pantalón a rayas, camisa con pintas de colores charros, usaban sombrero de tres abolladuras con el ala para abajo inclinada sobre la frente, y un bastón de yaya. Se untaban perfumes fuertes y muchos de ellos usaban polvos en la cara para que no se les vieran las manchas de las enfermedades venéreas que padecían. Todos tenían apodos y pasaban el tiempo jugando en los garitos.


Lo que diferenciaba a Alberto de todos ellos era su apariencia aristocrática, y que nunca olvidó tener en cuenta a los demás. Era una rara mezcla de persona de clase alta con hombre de esquina que sólo a él le compaginaba. Caminaba por San Isidro que parecía un presidente, saludando a todos; entraba a cualquier casa y se viraba el bolsillo con cualquiera.


Alberto ya apenas iba al Louvre. Por eso un día fui a su casa. Me recibió doña Emilia. Él no estaba. Dije que iba a irme, pero la madre me invitó a pasar a la sala. Mientras estuvo en la cocina preparándome un jugo de naranja, me puse a mirar el cuadro de José Leopoldo Yarini de pie debajo de un árbol; a lo lejos se veía parte del ingenio.

En el colegio Alberto se entretenía en dibujar el ingenio de los Yarini. Me contó que la familia pasaba allá la Noche Buena; iban llegando días antes, hasta que se encontraban todos el 24 de diciembre. Almorzaban bajo una arboleda, en una mesa larga que se llenaba de fuentes, platos y copas, botellas de cognac y de champagne y frutas que preparaban los criados. A medianoche iban todos a la misa.


Cuando doña Emilia regresó de la cocina con el vaso de jugo para mí, me contó que Alberto llegaba muy tarde. Su padre había conversado con él varias veces, pero Alberto lo escuchaba sin decir una palabra. Era así. Conversabas con él y se mantenía callado todo el tiempo; uno creía que lo había asimilado todo. Después hacia lo que le daba la gana. Doña Emilia me confesó que las dos veces que su esposo lo había mandado a los Estados Unidos, había gastado el dinero haciendo cualquier cosa menos estudiar. Ya el doctor Cirilo estaba perdiendo la paciencia, porque Alberto tampoco quería trabajar. Y lo peor era que el padre sabía que el hijo andaba con una francesa adinerada, mayor que él, casada con un inglés coleccionista de antigüedades.


Me dio pena ver lo afligida que se sentía doña Emilia. Para que veas, Manuel, y Yarini fue bien educado. Casi todos los hombres de su familia eran médicos, gente distinguida. Con lo inteligente que fue el muy puñetero, y las posibilidades que tuvo para hacer una carrera. Hablaba inglés, y convencía a cualquiera.


—Si no te gusta la medicina, hazte abogado —le dije una vez.

¿Y tú sabes lo que hizo? Se zumbó un peo, me dio la espalda y se fue.

Un día me confesó lo de su relación con la francesa, y después me llevó a su casa. La mujer, de unos cuarenta y tantos años, vivía en una mansión del Cerro. Entré a la sala y la vi tendida en un diván, fumando con una cosa larga que parecía una vara de pescar.


Alberto me presentó diciéndole que yo era su amigo Luis. Ella, soltando un poco de humo, me dijo no sé qué en francés. Tenía un ramo de uvas y una copa de champagne sobre una bandeja. Le dio un beso a Alberto en la boca. Después se puso a conversar con él como si yo no existiera. Lo único que me dijo en toda la visita fue que a quién yo había salido con la nariz grande. Le iba a responder que al maricón de su marido; pero disimulé como si me hubiera dado gracia lo que me había dicho.

El piso de la casa tenía una alfombra roja. En una de las paredes de la sala había cuadros y platos muy costosos. En una esquina, pendientes de una madera rojiza, colgaban antiguos sables, puñales y pistolas. En otra parte había jarrones de diferentes tamaños y en otro lugar de la sala, una colección de colmillos de elefantes.

¿Cómo Alberto iba a querer trabajar si con aquella mujer vivía como un marajá?


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Eusebio Leal en el prólogo del libro destaca:


"(...) Al caer abatido en el corazón de San Isidro, nuestro protagonista (Yarini) se torna victima de corruptos foráneos que pretendían pescar en las aguas revueltas. Para entonces, los sectores populares veían a Yarini como un político diferente, defensor de los pobres y negado a la práctica de la discriminación racial.

Por sus modales, apariencia aristocrática y elegante manera de vestir era el paradigma de la belleza viril, del valor temerario, que pervivirá hasta nuestros días. Así durante el sepelio, aunque muchos pudieron marchar en autos, otros prefirieron caminar para llevar su féretro en hombros.


La muerte de Alberto Yarini
Cuerpo de Yarini

Cementerio de Colón, La Habana
Tumba de Yarini

De esta manera, entre lagrimas y ofrendas, llega el ataúd a la necrópolis donde, en extraña mezcolanza, se confunden las clases sociales y las representaciones políticas. Juntos aparecen a la luz del día amigos de Yarini, integrantes de la más temida y respetable fraternidad de hombres del barrio y de los muelles; altos dignatarios del gobierno; el rector de la Universidad e ilustres miembros de su claustro; familiares encabezados por su padre, el respetado catedrático don Cirilo Yarini,y la atribulada madre; y entre la multitud, las hijas de María Magdalena que lloraron por toda la eternidad al señorito Alberto….

Escrita por un historiador e investigador sagaz, la novela nos deja una admiración contenida que alimenta la llama de un mito que el tiempo no podrá apagar, a pesar de inútiles y continuas explicaciones.

Queda pues, Flores para una leyenda como una muestra inefable de historia novelada que, además —según confiesa el propio Sabater—, rinde culto a la sincera y verdadera amistad, que se mantiene de por vida, sin importar diferencias de cuna ni raza".




CAPITULO 7 + ROOM TONE


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